miércoles, 17 de marzo de 2010

congelador

había perdido movilidad pero su empeño en no ser molestia seguía siendo el mismo. ninguna merma al respecto. tan sólo le fallaban las piernas y con ellas su cuerpo. pero su cabeza era la jefa y las órdenes quedaban claras en el piso de arriba. de ninguna manera bajaría a pedir nunca socorro por tardar toda una mañana en alcanzar la silla o no llegar al estante más alto del lavabo.

albóndigas en salsa roja. lasaña con carne picada y un surtido de verduras en lajas. puré de calabaza. croquetas de jamón y huevo. delicias de merluza rebozadas en casa. tarta de queso. patatas a la riojana. boquerones en vinagre de la receta de aquel viejo libro. pollo al chilindrón. y un ya semi devorado helado de limón sobre una pila de otras tres tarrinas de varios sabores.

conocía bien al vecino de abajo. él mismo fue quien le dio trabajo cuando el mozo llegó con la cara sin brújula al pueblo. las reses daban para muchas manos y dos más cabían perfectamente. aquello sucedió hace tanto que no atinaba a recordar cómo esquivaba los fardos con sus ágiles rodillas de antaño. si miraba sus raídos pantalones de pana se perdía en las acanaladuras por donde años atrás sus ojos no tenían ni tiempo -y sí tareas- para pasear.
conocía al chico -ya no tan joven- y apostaba por sus brazos si hiciera falta elevar sus huesos caídos del suelo. nunca había tenido que recurrir a su puerta pero sentía que el otrora acogido le tenía por algo similar a un padre no de sangre. si su hijo biológico no hubiera desaparecido buscando otras tierras con más canteras serían lo más parecido a dos hermanos. así lo imaginaba mientras ovillaba una miga de pan con su mano. en eso ocupaba las horas previas a la cena del tazón de leche con icebergs de pan duro flotando.

había sido primero un congelador de los antiguos. era lo que logró al llegar con un par de maletas. dos huecos con la rejilla en división en lo alto del frigorífico. pronto planeó que quedaría pequeño y cambió de nevera pasando lo más gélido abajo. cuatro cajones non frost amplios para dividir los diferentes platos a crionizar. pero con los años y la ambiciosa avaricia de la no cigarra que acumula optó por comprar un arcón gigante y se deshizo de buena parte del mobiliario para que cupiera. él no volvería a pasar más hambre.

antes de pulsar el botón que apagara su televisor en blanco y negro y despidiera con los cinco a la presentadora del telediario le asustó el teléfono. a esas horas las llamadas no son para charlas y las noticias no pueden ser buenas. sus temblorosos muslos dudaron más que nunca y el giro hacia el pasillo donde llamaba el aparato no fue seguro. la premura cegó el tacón de la cachava y resbaló contra la butaca. el cuerpo duda del hombre dibujó varias eses en la estancia y perdiendo una de las zapatillas logró a duras penas el octogenario equilibrio. con el último pitido de la llamada su brazo descolgó el auricular. al otro lado la voz de su despensa y botiquín. la señora del coche rojo que desde que él enviudó velaba por sus tareas domésticas. dejaría de acudir. habló el dolor. su hija y nietos la esperaban en la gran ciudad y abandonaría su rutina en las próximas mañanas. el cordón entelado que unía su oído con las palabras de su generosa ayuda sufrió los arañazos del pulgar de un hombre de avanzada edad al que le cortaban los pies y las manos. al colgar el teléfono el miedo ocupó la casa. la presentadora seguía en pantalla pero el silencio aterrador de la mente del anciano imperaba sobre el solape de noticias.

los viernes a mediodía tocaba recoger la mercancía. hizo el repaso. estaban los puerros, las cebollas y los cachelos. las lentejas y alubias pintas. el pavo troceado y el verdel. la canela en rama, los kilos de arroz y la malla de naranjas con los limones separados. la mantequilla y la mermelada de melocotón. la miel y el té rojo. los litros de casera y el tinto que acostumbraba. y luego el resto para fuera de la cocina... el detergente en polvo y los rollos de papel higiénico. parecía no faltar nada. el encargado de la pequeña tienda no solía distraer lo apuntado en el listado que le dejaban el jueves tarde antes de echar el cierre. al día siguiente pasarían a por ello y saldarían cuentas. era lo acostumbrado.

casi dos semanas sin que el coche de la señora aparcara en la entrada del caserón. y eso pesaba en el primero sin que el de abajo sospechara nada aun sin tener que esquivar el vehículo al descargar sus recados. los paseos por el piso aumentaron los primeros días como si el anciano fuera un perro recién abandonado buscando a su dueño. pero el cansancio y la frustración del perdido sellaron su trasero a la banqueta del obrador. y allí, frente al televisor no atendido, le fue creciendo la barba mientras menguaban sus kilos de físico y despensa. estaba por ventilar los últimos preparados de la que le surtió antes de su marcha. el hambre no se escuchaba por el bramido de los miedos. el cuerpo se le hizo más sonajero y dubitativo. hasta las sencillas ideas de abuelo bailaban dejándose entrever en sus inquietas pupilas. a las dos de la tarde era para él ya de noche. la lesión del tobillo por la carrera hacia el teléfono no mejoraba por no ser aliviada con la pomada. él no alcanzaba. la tos decidió alquilar su pecho. y la soledad invadió hasta el último rincón de su salita.

aún no había saltado la alarma del crono avisando que debía apagar el horno cuando la humareda comenzó a formar a su alrededor un londres nebuloso. corrió a abrir la ventana y se detuvo a respirar aire puro. un metro escaso más abajo un coche aparcado vomitaba bolsas de comida preparada. se detuvo intrigado por la inusual escena de la familiar señora cargando con tanto. al cerrar el maletero cruzaron sus miradas y ella se lanzó al abismo. no tengo tiempo _respondió el demandado_ mucho me temo que no podré darle lo que ni para mí tengo. y la guillotina de aquella ventana cortó la escueta conversación dejando a la de los paquetes con la petición de atención _algo de tiempo y alimento_ para el abuelo desatendida.

acariciaba su mentón apurado la mañana anterior por la que le visitara antes a diario. apareció sin aviso y rodeada de comida que había cocinado con intención de rellenar sus almuerzos y cenas de los próximos días. el gesto de ella al despedirse seguía apareciendo en su retina. esa tristeza y ceño fruncido cuando él advirtió que el mozo de abajo se haría cargo de él en caso de requerir ayuda. no le encajaba.

añadía leche al engrudo sin dejar de girar la cuchara. escuchó un leve ruido. pero no. el fuego consumía el líquido y la mezcla aumentaba. no debían quedar grumos. de nuevo el mismo sonido. esta vez más claro. al otro lado de la puerta de entrada unos nudillos golpeaban sin mucha decisión.

con sus lentes quitadas y las lágrimas del descrédito repitió en su casa todas las frases del que creyó casi hijo y ahora sólo veía como lo ve mr_flibble. me hago cargo de que sus piernas le fallan y no cuenta con la asistencia de antes _sostenía la puerta sin invitarle a pasar_ imagino que le costará ir al ultramarinos y cargar con la compra _tres veces miró en ese tiempo a la cocina en un agitado movimiento agobiado_ pero cuenta con tiempo para prepararse comidas _movió la hoja de madera anunciando el cierre_ yo no puedo ayudarle _esquivó la mirada_ y bien que me gustaría _de nuevo la cabeza a lo que atendía a su izquierda_ pero no cuento con minutos al día ni con dinero para traer para mí apenas comida.

debía enfriar la bechamel que a punto estuvo de arruinarse con la inoportuna visita. reposó el plato en el alféizar con la ventana abierta.
justo encima un anciano cazó el aroma del preparado que escaló hasta su olfato. olía a hielo. a destierro. a ingratitud. a olvido. a egoísmo.
congelador.

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